Los saltos perfectos

Aquí donde vivo nunca nieva,
así que si hay saltos de esquí por televisión,
es que es uno de enero.

La primera mañana de un nuevo año.
Los gloriosos primeros minutos del año que se estrena.

Todo el mundo lo sabe,
incluso los saltadores creen saberlo:

el que salta más lejos
y cae mejor
es el que gana.

Uno de enero, y no quiero que caigan nunca,
quiero que vuelen por siempre.

Saltos limpios, perfectos; vuelos blancos y sin tacha.

Es la primera mañana del primer día del año
y es hermoso,
y durante un rato ha parecido
que siempre iba a ser uno de enero,
con eternos esquiadores en el cielo,
y caídas infinitas sobre la nieve acolchada.

Los veo volar
y sé
que entre el despegue y el aterrizaje
ha pasado
un año,

y que aquí es siempre uno de enero,
con esquí en televisión,
y con alguien flotando por siempre en algún punto del cielo.

Cómo no mirar,
cómo mirar hacia otro lado,
aquí, que nunca nieva,
aquí, donde nunca hizo frío,
cómo no mirar esos saltos blancos y azules,
el dibujo radiante
de las cruces de los esquíes girando en su vuelo.

Así los vi la primera vez,
en la pantalla del televisor
de la recalentada casa de mi abuela:
saltos perfectos,
una orgía electrónica ralentizando sus derroteros azules
en el cielo del primer día del año,

y allí siguen,
parece que fue hace un momento,
y mira que han pasado saltos, y primeros de año,
y allí siguen,

son saltos perfectos,

saltos perfectos que duran un año,
años perfectos que duran un salto.