Así es la vida

Te clavan la mano a la mesa con un tenedor
y te dicen: así es la vida.
Así es la vida.

Han puesto frente a mi casa una máquina expendedora,
brilla, es automática, y grande.
Los viejos, con perplejidad y reverencia,
se quitan el sombrero
cuando pasan a su lado.

La gente echa monedas,
y con su voz metálica la máquina responde:
así es la vida.
Toda el día la escucho
desde mi cuarto, su voz incansable:
así es la vida.

Nada más hace la máquina dichosa
repetir que así es la vida.
¿cómo es la vida? Así.

Por la noche casi no habla,
solo para algún borracho despistado que le pide consejo,
pero su luz ilumina levemente mi habitación.
Su brillo de metal plateado
se pega como una sábana al blanco ahuesado de mis pómulos.

Y qué queréis que os diga,
sí, desde aquí la escucho, y así es la vida,
qué queréis que os diga,
no sé decir otra cosa ya,
en esto me he convertido,
así es la vida, cucurucú;

tantas veces me han clavado la mano
con un tenedor oxidado a esta mesa de formica
que ya me lo he aprendido,
y casi lo puedo corear,
cucurucú,
cuando la escucho
durante tantas, tantas horas aquí metido,
en el brillo del blanco ahuesado de mi cuarto desnudo.

Es hora de salir a la calle
y decir: doctor,
quiero donar mi corazón en vida,
ya, ahora mismo,
doctor, ¿es eso posible?
No lo demoremos más.

La máquina avariciosa abriría sus tripas,
y hacia dentro soplaría absorbiendo nuestros corazones,
y remataría, metálica:
Así, así es la vida.

Y, sorprendentemente, añadiría,
solo para mis oídos:

Sí, te lo vengo diciendo,
así es la vida,
y así es como son las cosas,

pero tú no tienes nada de qué preocuparte,
porque aquí estoy yo para recordarte,
todas las veces que haga falta,
cada día y cada noche,
que así,
que así es la vida.


Fantasmas en los cuartos de baño de los bares de España

Una taza de váter sin tapa es una amenaza, una desgracia,
hace pensar en frío, en mierda y en desolación,
y hay muchos váteres sin tapa en los bares de España.

Los váteres sin tapa son blancos fantasmas asustados,
hay que saber verlos,
rápido los descubres
mirándote con sus pequeños ojos
y la gran boca abierta, preguntando a gritos
cómo demonios he acabado yo aquí.

Parece que se asomaran,
quizá se despiden
antes de desaparecer hacia la nada horrible de las tuberías.

Fantasmas asustados en los váteres sin tapa
de la vasta geografía española.
Cada vez quedan menos,
cómo ha cambiado este país,
cada vez más bolsas de compra
y menos loza fría en la que apoyar
la compatriota, pálida, y temblorosa carne nacional.

Las luces se encienden solas, a tu entrada,
y ya están allí, fantasmales y malditos.
Y lo mismo,
cuando las luces automáticas se van rápido se ocultan,
de vuelta a esa horrible y fría nada, húmeda y oscura.

Fantasmas asustados con las bocas abiertas,
¿cómo demonios he acabado yo aquí?,
fantasmas en los cuartos de baño de los bares españoles.

Hay que saber verlos,
pero una vez que los descubres ya los verás siempre,

fantasmas asustados
en los cuartos de baño de los bares de España.


Un árbol que daba dinero

Un pájaro trajo la semilla en su pico,
eligió un claro en el bosque,
y la dejó caer.
Brotó y creció un tallo
que fue haciéndose tronco,
pronto aparecieron las hojas
y nadie creyó lo que veía.

En el pueblo decidieron mantener el secreto
e hicieron turnos para regarlo, fertilizarlo
y para, simplemente, acercarse y mirarlo,
maravillados.
Aquel era el árbol que daba dinero,
el árbol que daba dinero.

Sus hojas eran billetes,
de veinte, cincuenta o de cien euros,
según la temporada,
las flores eran a veces bonos del tesoro,
otras cheques al portador
con bonitas cifras finamente dibujadas,
y sus frutos eran diamantes.

Aquel árbol, ¿a quién iba a importarle su sombra,
quien iba a usarlo para cobijarse?
Nadie pensó en colgar un columpio,
nadie pensó en llevar meriendas, manteles de cuadros
y hacer picnics junto a él.

Porque aquel era el árbol que daba dinero,
el árbol que daba dinero.

Y no tardó en conocerse,
más allá del pueblo, del bosque,
más allá de todo.
Vinieron periodistas y grabaron a expertos
que abrían los telediarios
sosteniendo pequeñas lupas
sobre la cuenca de los ojos,
las ponían sobre las nuevas hojas
y los pequeños brotes,
se apartaban y asentían:
de curso legal, decían a cámara.

Colocaron vallas amarillas,
se hicieron turnos de vigilancia.
En el bosque, alrededor,
fueron apareciendo senderos,
la hierba se secó,
los árboles adyacentes fueron talados.

Miles de personas peregrinaban
a la búsqueda de dinero, de bonos, de diamantes.

Día y noche
policías de uniforme rodeaban el árbol que daba dinero.
Instalaron potentes focos
que iluminaban la noche entera,
los pocos pájaros que aún se posaban allí
eran rápidamente abatidos
por hombres de ojos rojos
que comidos por la avaricia
allí mismo los abrían,
a la búsqueda de algún posible diamante
oculto en lo profundo de sus tripas.

Comenzaron los asaltos,
grupos de hombres con hachas
se enfrentaron a otros grupos de hombres con hachas,
llenando de sangre y de cuerpos mutilados
la pradera.

Y allí seguía el árbol,
delante de todo aquello,
dando hojas, flores y frutos
que en cuanto aparecían
le eran arrebatados,

allí seguía,
un árbol pelado en medio del prado,
y ante él, expectantes,
hombres de ojos rojos
enfermos de ambición,
armados con hachas
y subidos a la altura
de varias hileras de cadáveres en putrefacción,
observando el lento crecimiento
de todo lo que aquel árbol
incansablemente
seguía dando.

Meses más tarde,
meses de muerte,
desgracia y destrucción,
los pocos habitantes de la aldea que aún sobrevivían
decidieron que ya estaba bien,
que se acabó, que esto fue todo.

Con sus sierras y sus hachas
rodearon en la noche
el cerco de tiendas
de aquellos feroces hombres agotados,
doblegados por el vino
y hundidos en el pozo de sus sueños rojos.

Y cortaron en silencio,
desde la base,
el árbol que daba dinero.

Lo trocearon,
lo convirtieron en leña,
en nada más que en leña,
y la hicieron arder,
toda la noche.

Y dio luz y calor durante una noche.
La madera hizo un fuego tan normal
como cualquier otro,

eso dijeron cuando en el futuro se les preguntó:
no, no era especialmente brillante,
ni naranja ni caliente,
no, exactamente un fuego
como cualquier otro,
dijeron, cuando en el futuro
se les preguntó.


Un hombre lleva a su hijo sobre los hombros

un hombre lleva a su hijo
sobre los hombros

lo eleva allí el primer día
de la vida del pequeño

con los brazos en el cuello
el niño va creciendo

el hombre pierde fuerza
va pasando el tiempo

si el hombre va cayendo
el niño gana peso

si el niño se hace hombre
el hombre se hace viejo

en la noche giran perdidos
con ese andar tan lento

quizá mañana se de vuelta
a este eterno cuento

el hombre ya habrá caído
ahora estará muerto

y el otro sobre los hombros
cargará un niño nuevo

mira, un hombre lleva a su hijo
sobre los hombros

lo eleva allí el primer día
de la vida del pequeño

y el niño se hace hombre
y el hombre se hace viejo.


Los saltos perfectos

Aquí donde vivo nunca nieva,
así que si hay saltos de esquí por televisión,
es que es uno de enero.

La primera mañana de un nuevo año.
Los gloriosos primeros minutos del año que se estrena.

Todo el mundo lo sabe,
incluso los saltadores creen saberlo:

el que salta más lejos
y cae mejor
es el que gana.

Uno de enero, y no quiero que caigan nunca,
quiero que vuelen por siempre.

Saltos limpios, perfectos; vuelos blancos y sin tacha.

Es la primera mañana del primer día del año
y es hermoso,
y durante un rato ha parecido
que siempre iba a ser uno de enero,
con eternos esquiadores en el cielo,
y caídas infinitas sobre la nieve acolchada.

Los veo volar
y sé
que entre el despegue y el aterrizaje
ha pasado
un año,

y que aquí es siempre uno de enero,
con esquí en televisión,
y con alguien flotando por siempre en algún punto del cielo.

Cómo no mirar,
cómo mirar hacia otro lado,
aquí, que nunca nieva,
aquí, donde nunca hizo frío,
cómo no mirar esos saltos blancos y azules,
el dibujo radiante
de las cruces de los esquíes girando en su vuelo.

Así los vi la primera vez,
en la pantalla del televisor
de la recalentada casa de mi abuela:
saltos perfectos,
una orgía electrónica ralentizando sus derroteros azules
en el cielo del primer día del año,

y allí siguen,
parece que fue hace un momento,
y mira que han pasado saltos, y primeros de año,
y allí siguen,

son saltos perfectos,

saltos perfectos que duran un año,
años perfectos que duran un salto.


Al hacer el amor

Al hacer el amor,
al correrse,
el tipo gritaba
su propio nombre.

Sus novias
no terminaban de estar seguras
de si debían sentirse
celosas y engañadas,
o no.


Jiménez del Oso

Un sábado por la tarde
en mitad de los años ochenta
Jiménez del Oso
era entrevistado en televisión.
Yo estaba solo en mi casa,
leyendo, o mirando al techo;
pensando en nada con los pies en alto.
Una pregunta
me hizo prestar atención:
¿es posible, para su parecer de experto,
que una persona albergue
en su interior
al demonio?
Sí, contestó,
sí, claro que es posible,
se conocen no pocos casos,
muy bien documentados.

Me puse la mano en la boca,
recuerdo que me puse la mano en la boca,
y es extraño,
porque si quieres sacar
algo que tienes dentro
lo mejor es no tapar las posible salidas,
pero quizá era el diablo mismo,
el que me dirigía,
y riéndose, llevaba mi propia mano a mi boca,
como diciendo aquí estoy y aquí me voy a quedar.

Creo que nunca más he hecho ese gesto,
es un gesto de horror,
y de desconsuelo.
Y yo estaba desconsolado y salí así,
la mano en la boca,
hacia la calle, corriendo.

Y hacía un sábado estupendo de primavera
y los rayos del sol se filtraban entre los árboles,
y justo por allí cruzaba un amigo llamado Evelio,
paseando en bici junto a su padre.
Este me preguntó, ¿está todo bien, Daniel?
asentí y conseguí decir, sí,
sí, todo bien.
No parecieron muy convencidos,
pero debieron de pensar que no era cosa suya
y siguieron su camino.

Es absolutamente imposible
que esas dos personas,
dondequiera que vivan y estén en este momento,
recuerden un encuentro tan leve e intrascendente
de hace tantísimos años.
Al contrario, yo puedo describir sus ropas,
sus caras bicicletas, sus miradas;
y también, con la misma certeza,
el desapego y la distancia en sus pensamientos,
mientras se alejaban de aquel niño
tan extraño
que corría tapándose la boca con la mano.

Entonces, en aquel sábado de primavera de mitad de los ochenta,
aún no tenía a punto,
aún no tenía preparada,
mi capa de normalidad.

La capa de normalidad es el gran poder de superhéroe
que desarrollé en aquellos años,
tan potente y efectiva
como las capas de invisibilidad
que otros superhéroes visten;
o la capacidad de volar como un pájaro,
o ver a través de blusas, o escalar paredes, etcétera.
Esta es mi especialidad, la capa de normalidad,
puedo ponérmela y nadie nota nada;
la capa de normalidad, la que me permite
que pueda relacionarme con vosotros ahora,
la que me permite estar aquí
tratando con vosotros, los normales,
tan normalmente.

No sé qué diría Jiménez del Oso
de mi capa de normalidad
tal vez, probablemente, diría:

Se conocen no pocos casos
muy bien documentados.
Y sbí, claro que sí,
claro que es posible,
eso diría, si le preguntaran.

NOTA: ¿Te acuerdas de Jiménez del Oso? Era un psiquiatra experto en temas de misterio y parasicología. Salía mucho por televisión en aquellos años. Guardaba un claro parecido con el Dr. Bacterio, de los tebeos de Mortadelo. En la mente de un pequeño de entonces no era extraño relacionarlos y mezclarlos. Pero a diferencia de Bacterio en Jiménez del Oso había algo siniestro que asustaba.


Diez años en casa

Luis miró a su esposa
con ternura,

allí estaba, de pie
junto a la mesa,
ausente, pensativa.

Luis se hubiera quedado atónito
de haber sabido
lo mucho que ella lo odiaba.

Él sentía por ella
lo mismo que por cualquier electrodoméstico
que llevara diez años en la casa
y siguiera funcionando bien.

Pensaba que el amor era eso.

El televisor, por ejemplo.
O el cortacésped.

¿Es tan extraño?
Diez años en casa y que siga funcionando bien,
¿es tan extraño pensar que el amor era eso?

Diez años en casa,
llevamos diez años
en la casa
y seguimos funcionando bien,
allí estamos, pensativos, ausentes,
junto a la mesa,
allí nos miramos, con ternura,
allí nos odiamos, atónitos,
¿es tan extraño?
allí pensamos
que el amor es esto.

El televisor, por ejemplo.
O el cortacésped.


Coleccionista de caras sin nombre

El coleccionista de caras sin nombre saca libros y más libros,
los lomos escritos en letras doradas,
los abre, los muestra
y nos pone más té.

El salón del coleccionista está abarrotado
de todo lo coleccionable,
su especialidad son los antiguos, abandonados,
álbumes de fotos,
hay cientos de ellos en las estanterías,

Los señala, los mira y nos dice:
no queda nadie, no queda nadie,
nadie que diga, mira,
esta es la tía Laura, este el abuelo Luis;
Lucía, Marta, Antonio, María,
todos se han muerto,

son libros huérfanos,
sin nadie en la vida
que pueda dar nombre a esas miles de caras
que llevan dentro,

no solo ya no están los que ahí salen, los fotografiados:
Luis, Laura, María, Esperanza;
si no que tampoco están los que aún podrían nombrarlos,
los que un día se sentaron con los libros en el regazo
y pensaron que visitaban el pasado.
Tampoco ellos quedan.
Son muchos en este salón los que ya no están.

Sirve el té en tetera, hay poca luz,
estamos sentados en una mesa redonda
llena de esos pasmosos libros abiertos.
Podría parecer que estamos participando
en una sesión de espiritismo, le digo.

Espiritismo, asiente, parece gustarle:
sí, soy un espiritista,
y de alguna manera les alargo mi mano
para que puedan agarrarse,
dice el coleccionista de caras sin nombre
mientras estira el brazo,
y parece el brazo más largo del mundo,
necesita de varios minutos
para desenrollarse y estirarse del todo,
y parece que pudiera atravesar paredes
y espacios-tiempos,
y colarse en el más allá,
y arreglarle el pelo sin prisa y con cariño
a hermosas mujeres muertas
que desde allí le sonríen.

Se para, piensa, camina nervioso por la habitación.
Y al otro lado ¿cómo son los álbumes familiares de fotos?
Nos pregunta, se pregunta,
riéndose, pasándose la mano por el flequillo.

¿Qué ven los muertos,
allí, en las ratoneras de los muertos,
cuando se juntan a mirar las fotos
de los momentos de su vida?
¿Ven estos mismos libros,
se sientan en mesas como esta,
toman té de muertos
y despliegan los libros con los momentos de su vida
mostrándoselos a sus amigos?

Dice, señala y acaba:
souvenirs de la vida, vistos por los muertos;
souvernirs de la muerte vistos por los vivos.

El coleccionista de caras sin nombre
parece acariciar unos sedosos rizos blancos
entre sus dedos:
Emilia, Esperanza, Javier, Lorenzo, María;
mientras saca más teteras, más álbumes de muertos,
hasta que me voy, casi me escapo,
y salgo a la noche.

Veo la pálida luz amarilla brillando arriba en el salón,
me doy cuenta de que no le he preguntado su nombre,
ya es solo el coleccionista,
el coleccionista de caras sin nombre.

Me giro, me pierdo por las calles,
hay gente comprando, bebiendo, paseando.
Se gritan, se quieren, se tocan.
Hay semáforos, luces, señales, frío y viento.

Me dejo envolver en la ciudad
como en una manta,
me arremeto entre los edredones,
me dejo acunar,
cierro los ojos,
y me apretujo de vuelta en la vida.


Hay sesenta millones de teléfonos en España

Hay sesenta millones de teléfonos
en España.
Y los he llamado
a todos.

Y en todos me dijeron que me equivocaba.
Que no era allí.

¿Cómo puede ser que no acierte nunca?
¿Cómo puede ser que me equivoque siempre?

¿Eres tú? Sí, soy yo. Me dirías,
así comenzaría nuestra gran conversación pendiente.
Qué bien escucharte. Te diría yo de vuelta.
Acertaríamos con cada palabra,
nos diríamos lo que desde siempre nos quisimos decir.

Aquí viene,
tiene que ser ya,
tras hacer sesenta millones
de llamadas
a todos los teléfonos
de este maldito e inmenso país,
lleno de gente
que repite como un mantra,
como un incalificable himno nacional:
que no, que no es aquí,
que me he equivocado.

Me he equivocado sesenta millones de veces,
y solo me queda un último número
por marcar.

¿Eres tú?
Sí, soy yo.