Un árbol que daba dinero

Un pájaro trajo la semilla en su pico,
eligió un claro en el bosque,
y la dejó caer.
Brotó y creció un tallo
que fue haciéndose tronco,
pronto aparecieron las hojas
y nadie creyó lo que veía.

En el pueblo decidieron mantener el secreto
e hicieron turnos para regarlo, fertilizarlo
y para, simplemente, acercarse y mirarlo,
maravillados.
Aquel era el árbol que daba dinero,
el árbol que daba dinero.

Sus hojas eran billetes,
de veinte, cincuenta o de cien euros,
según la temporada,
las flores eran a veces bonos del tesoro,
otras cheques al portador
con bonitas cifras finamente dibujadas,
y sus frutos eran diamantes.

Aquel árbol, ¿a quién iba a importarle su sombra,
quien iba a usarlo para cobijarse?
Nadie pensó en colgar un columpio,
nadie pensó en llevar meriendas, manteles de cuadros
y hacer picnics junto a él.

Porque aquel era el árbol que daba dinero,
el árbol que daba dinero.

Y no tardó en conocerse,
más allá del pueblo, del bosque,
más allá de todo.
Vinieron periodistas y grabaron a expertos
que abrían los telediarios
sosteniendo pequeñas lupas
sobre la cuenca de los ojos,
las ponían sobre las nuevas hojas
y los pequeños brotes,
se apartaban y asentían:
de curso legal, decían a cámara.

Colocaron vallas amarillas,
se hicieron turnos de vigilancia.
En el bosque, alrededor,
fueron apareciendo senderos,
la hierba se secó,
los árboles adyacentes fueron talados.

Miles de personas peregrinaban
a la búsqueda de dinero, de bonos, de diamantes.

Día y noche
policías de uniforme rodeaban el árbol que daba dinero.
Instalaron potentes focos
que iluminaban la noche entera,
los pocos pájaros que aún se posaban allí
eran rápidamente abatidos
por hombres de ojos rojos
que comidos por la avaricia
allí mismo los abrían,
a la búsqueda de algún posible diamante
oculto en lo profundo de sus tripas.

Comenzaron los asaltos,
grupos de hombres con hachas
se enfrentaron a otros grupos de hombres con hachas,
llenando de sangre y de cuerpos mutilados
la pradera.

Y allí seguía el árbol,
delante de todo aquello,
dando hojas, flores y frutos
que en cuanto aparecían
le eran arrebatados,

allí seguía,
un árbol pelado en medio del prado,
y ante él, expectantes,
hombres de ojos rojos
enfermos de ambición,
armados con hachas
y subidos a la altura
de varias hileras de cadáveres en putrefacción,
observando el lento crecimiento
de todo lo que aquel árbol
incansablemente
seguía dando.

Meses más tarde,
meses de muerte,
desgracia y destrucción,
los pocos habitantes de la aldea que aún sobrevivían
decidieron que ya estaba bien,
que se acabó, que esto fue todo.

Con sus sierras y sus hachas
rodearon en la noche
el cerco de tiendas
de aquellos feroces hombres agotados,
doblegados por el vino
y hundidos en el pozo de sus sueños rojos.

Y cortaron en silencio,
desde la base,
el árbol que daba dinero.

Lo trocearon,
lo convirtieron en leña,
en nada más que en leña,
y la hicieron arder,
toda la noche.

Y dio luz y calor durante una noche.
La madera hizo un fuego tan normal
como cualquier otro,

eso dijeron cuando en el futuro se les preguntó:
no, no era especialmente brillante,
ni naranja ni caliente,
no, exactamente un fuego
como cualquier otro,
dijeron, cuando en el futuro
se les preguntó.