El tiro de gracia

Y sorprendida, y a ratos aliviada y a ratos agotada, se pregunta
¿y por qué los tiros de gracia no me alcanzan a mí?
¿por qué no hay tiros de gracia para mí?
Cada una de estas escenas está basada,
en una manera u otra, en una historia real.

Al alba llegaron con sus motos y sus camiones,
los sacaron a todos y los reunieron en la plaza.
Habían descubierto una gran hondonada a la salida del pueblo
y hasta allí los hicieron marchar.

Los obligaron a desnudarse.
Ella se abrazó a su madre y a sus hermanos
y cuando escuchó los disparos cayó.

Horas después intentó moverse.
Los cuerpos muertos de su familia la aprisionaban.
Notó como alguien tiraba de su pie y la sacaba.
Era un chaval de su edad.
Todos los demás, todos a los que ella conocía,
no muchos, no más de doscientas personas,
toda su familia y todo su pueblo, estaban allí,
muertos, fusilados.

El chaval la ayudó a ponerse en pie.
No se les ocurrió otra cosa que gritar
preguntando si había alguien más con vida.

No nos han dado el tiro de gracia,
sabes qué es el tiro de gracia, preguntó él.
no, contestó ella girando la cabeza,
mientras se adentraban y ocultaban en el bosque
que allí mismo empezaba.

Años después, sigue la guerra,
quizá la misma o quizá sea otra,
ni él ni ella pueden estar muy seguros,
pero no hay duda de que la van perdiendo,
no hay duda de que son otra vez ellos los derrotados.

No tienen municiones, ni comida, ni agua,
llueve, están helados, agotados y hambrientos.
Todas aquellas tierras parecen siempre la misma,
quizá lleven horas dando vueltas en redondo.
Son parte del ejército perdedor, deshilachado,
abandonado en grupos perdidos por las montañas.

Los encuentran, los hacen esperar amontonados bajo la lluvia
mientras saquean una granja.
Escuchan las peticiones de auxilio desde la casa,
y los gritos de miedo y horror de una mujer,
al rato los soldados salen de allí con gallinas en los brazos,
apurando botellas de vino y celebrando con gritos y carcajadas.

No hubo apunten, listos, y fuego,
pocas formalidades,
los pusieron en pie y sin más los dispararon.

Los soldados siguieron allí mismo,
bebiendo mientras asaban las gallinas,
comiendo y bebiendo hasta reventar.

En algún momento ella se atrevió a abrir los ojos.
Desde su posición podía ver el fuego reflejándose en las ramas altas.
No podía estar segura,
pero notaba el pulso y el tacto caliente de una mano bajo la suya.

Él se quedó haciéndose el muerto,
la cara llena de la sangre de sus compañeros.
No podía estar seguro,
pero sentía el pulso y el tacto caliente de una mano sobre la suya.

Amaneció, hacía rato que no escuchaba nada,
levantó la cabeza
y vio que ella le miraba.
Se miraron largo rato,
pestañearon.

Vieron que los soldados dormían profundamente.
Se levantaron en silencio,
se deslizaron entre los muertos,
se dieron un momento para comprobar
que efectivamente estaban muertos,
y quizá para comprobar a la vez
que ellos mismos estaban vivos.

Se cogieron de la mano y se perdieron
sin hacer un sonido
entre las primeras luces del día.
El tiro de gracia, no nos lo han dado, dijo él,
no, nos lo han dado, dijo ella.

Casi en silencio se dijeron,
no nos han matado, y no nos han rematado,
rematar es volver a matar,
y mira, estamos vivos, ¿estamos vivos?
sí, estamos vivos.

Años después,
es otra guerra o quizá es la misma guerra,
ni él ni ella pueden estar muy seguros,
pero por lo que parece no hay duda de que van perdiendo,
lo que es seguro es que otra vez
son ellos los derrotados.

Los llevan de madrugada
en la trasera repleta de un camión, por la ciudad desolada.
Clandestinos, supervivientes, opositores,
tratan de reconocerse
bajo las luces de las farolas, amarillas e intermitentes.

El camión se detiene en un vertedero.
Los hacen bajar y caminar sobre la basura.
Cuando se les hace evidente que van a matarlos
salen corriendo en todas direcciones,
los tiros suenan, retumban,
y alumbran y desalumbran los cuerpos que van cayendo.

Cuando todo ha acabado
el que parece estar al mando ordena que giren el camión
para que ilumine la escena,
y se pasea pateando los cuerpos desmadejados sobre la basura.

Suben de vuelta al camión
y desde allí, ya arrancados y en movimiento,
ordena que disparen al bulto de los muertos,
quizá por que no ha tenido suficiente
o quizá solo por hacer bien las cosas,

ni él ni ella podrían decir porqué,
ni el ni ella pueden decir o tratar de entender nada de nada.

Cuando el camión se ha perdido ya en la noche,
se palpan los cuerpos,
el suyo propio
y el del otro,
y se levantan de entre los muertos,
y rodeados de sangre y basura
se preguntan en silencio

¿y por qué los tiros de gracia no me alcanzan a mí?
¿por qué no hay un tiro de gracia para mí?

mientras avanzan a trompicones,
como si arrastraran consigo
todos los cuerpos que allí atrás han quedado
hacia las calles oscuras donde la ciudad empieza.

Años después, quizá sea en la misma guerra o quizá sea en otra,
ni él ni ella pueden estar muy seguros,
pero no hay duda de que la van perdiendo,
es otra vez seguro
que son ellos los derrotados.

Están ahora en un cuartel militar rodeados por soldados
mucho más jóvenes que ellos.
Aunque es fácil ver que están temblando
se esfuerzan en aparentar odio y desprecio en sus caras de niño.

Guerrilleros, sublevados, insumisos, rebeldes,
traidores a la patria.
Los han separado, mujeres a un lado, hombres a otro,
han pasado la noche en aquellos dos cuartos de baño,
rodeados de solería blanca,
llamándose y contestándose a través de los finos tabiques.

Debe ser una tradición marcial, los fusilamientos al amanecer,
y ya está, ya amanece, y los ponen en pie,
y comienzan las balas y los gritos,
y los cuerpos que caen,

tanto él como ella,
cada uno en su correspondiente cuarto de baño,
pudieron observar durante un mínimo instante
como las balas rojas se clavaban en el alicatado blanco,
y ambos se preguntaron,
¿rojas?
y ambos se respondieron,
si, claro, rojas.
Las balas atraviesan nuestros cuerpos
antes de encontrar su sitio en los azulejos.
Seguirían corriendo hasta agotarse, si pudieran,
quizá, tal vez las balas lo que hacen es buscar desesperadas su sitio,
hasta que al fin lo encuentran,

piensan ambos,
cada uno en su cuarto de horror y muerte,
mientras caen desmoronados entre los estruendos
y los cuerpos y los azulejos rotos.

Abre los ojos, todo es rojo, los cierra,
suenan vehículos que se alejan,
y, a lo lejos, la hélice de un avión.
Escucha unos golpes al otro lado del tabique,
en el cuarto de horror de las mujeres,
tac, tac, tac, tac.
Aparta los brazos muertos de sus compañeros y levanta el suyo
tac, tac, tac, tac,
así es como suenan sus nudillos en los azulejos.
Tac, tac, tac, tac,
escucha de nuevo, es ella,
y tac, tac, tac, tac,
responde,
soy yo.

El tiro de gracia. No ha habido.
Si esto es estar vivos, estamos vivos.
Parecen decirse en cansado morse
de un lado a otro del tabique acribillado.

Y qué decir, que años después, ya es el futuro,
y es quizá otra guerra o tal vez es exactamente la misma,
ni él ni ella pueden estar muy seguros,
pero no hay duda de que van perdiendo,
y que otra vez son ellos los derrotados.

Les han rapado la cabeza,
los llevan a tumbos, exhibiéndolos por las calles del pueblo.
Son veinte los presos que desfilan.
Lloran, protestan, piden perdón, se lamentan.
Todos excepto dos ancianos, un hombre y una mujer,
que cogidos de la mano
caminan lentamente en silencio.

Es el futuro, pero se parece mucho al pasado y al presente,
y ahora los soldados se paran en una plaza
y ordenan que les traigan vino,
y mandan a los presos a su casa
pero los citan entre risas al amanecer siguiente,
junto al cementerio.

Y ella y él
se quedan en casa,
temblando y compartiendo el calor y el miedo,
y el horror y el hastío y la nausea,
bajo las mantas en la cama.

Desde allí pudieron escuchar los tiros.
Faltan los nuestros, pensaron.
Nuestros tiros faltan,
son esos huecos de silencio que ahora mismo escuchamos.

El grupo de soldados se presentó no mucho más tarde.
Traemos algo para vosotros, les dijeron,
mostrando las balas que ahora metían en los fusiles.
Es el futuro, pero se parece mucho al pasado y al presente,
quisiera decir que las armas son ahora armas del futuro,
rayos fugaces, luces blancas,
las pistolas láser de La Guerra de las Galaxias,
pero no, son balas, balas y fusiles,
siguen siendo metal y fuego y muerte.

Los sacan a la puerta de casa
y les arrancan las mantas que aún les cubren,
y así, allí mismo los fusilan.

Se los llevan en una carretilla
hasta una fosa común abierta
donde los vuelcan
y los juntan y amontonan con los otros cadáveres.

Un niño los ha seguido hasta allí,
en cuanto se marchan los soldados
se tumba contra el tronco de un árbol, junto a la fosa.
Espera y espera y pasa el día y llega la noche,
y ¿qué espera que pase?
nada pasa cuando juntas un montón de muertos.

Pero algo ha debido de oír ese niño del futuro,
por que no se mueve de allí, y se duerme,
y con las primeras luces algo le despierta,
y observa como un dedo asoma sobre el límite de la fosa,
y luego es una mano, y luego otra,
y luego otra y otra.

Cruzan sus miradas con la del niño
que es el único que parece sorprendido.
El tiro de gracia, dice uno, no nos lo han,
ya, le interrumpe el otro con la mano ensangrentada.

Beben agua de la cantimplora que el niño les alarga,
se alejan, seguidos por el muchacho,
de la que iba a ser su tumba
y se pierden por los caminos con su lento caminar de ancianos.

Estoy cansado, sabes, muy cansado, dice uno,
ya, yo también, dice el otro.
Estamos vivos, dice,
mira, vivos, estamos vivos, dice uno,
venga, no te pares, sigue, continúa,
dice el otro.