Sin embargo, a pesar de lo cual

De mi amigo Ulises imité el estilo y elección de las chaquetas; de mi abuela Emilia el sentimiento religioso y una lógica de bondad y entrega; de mi primo Diego copié un buen puñado de frases que coloco certero en cuanto puedo; de Jesús Pérez Orta robé la sonrisa torcida y un mirar interrogante; de Tomás copié su estupenda manera de posar parado, la barriga hacia fuera, contra los escaparates, en las calles del centro; de Jaime la mirada escrutadora, a la par que distante; el cuello alto, la barbilla recta; de Ernesto conservo una calma con algo de tensión, el movimiento claro, perfilado y un gesto lento de negación con la cabeza; de Lourdes aprendí a decir con seguridad cosas como “ni mijita” y otros dejes del hablar popular de mi tierra; de Nina retuve un movimiento del dedo anular sobre la ceja, de dentro hacia fuera, pruébenlo en casa; de Juan un gesto de tortuga, sacando el cuello desde la camisa y rotando con ojos de anfibio la cabeza; de Lorena adquirí los andares balanceados y la costumbre de andar por el centro de las calles; de Pedro el ritmo limpio y la retirada clara en mis intervenciones en las cenas, apareciendo lo justo y en los momentos adecuados; de Elena aprendí a pedir más de lo que me daban; de Teresa a reflexionar en orden y a no levantar el dedo en las reuniones.

Sin embargo,

mi amigo Ulises odia mis chaquetas, se ríe de ellas cuando me ve; mi abuela Emilia nunca consiguió entenderme y quizá fuese de las pocas abuelas que hayan verdaderamente detestado a su nieto; mi primo Diego, con todas sus frases brillantes, se hizo yonqui, yonqui e hipocondriaco, extraña combinación, y nada se sabe de él; Jesús Pérez Orta me mira sin verme porque yo soy una pérdida de tiempo; Tomás se oculta entre los maniquíes cuando me ve, porque además de pérdida de tiempo, soy un coñazo; Jaime, simplemente, no opina, y su mirada ni me roza; a Ernesto no le gusto; Lourdes me considera un falso, vacío y triste copión; Nina añade a esta lista el dar pena, de evidente y vacuo que le parezco; Juan me escupe; Lorena me señala entre risotadas en la calle, imitando los gestos de un mono: imítame, imítame, dice; Pedro no me quiere en sus cenas, nadie, en verdad, me quiere en sus cenas; Elena me llama a ratos gorrón, a ratos ladrón; Teresa me odia a distancia.

A pesar de lo cual

he desarrollado un talento especial para la elección de chaquetas, me quedan de miedo, y la verdad, es que a Ulises, no; mi abuela Emilia estaba enferma de susto y religión y su bondad era eso, miedo, ella no me entendió a mí, yo a ella, sí; mi primo Diego era estupendo y sus frases tan buenas que merece la pena repetirlas, y así lo hago, con homenaje y reverencia; Jesús Pérez Orta es un hombre engreído, y a diferencia de mí, nunca prestó atención a nadie; Tomás está harto y asqueado de pararse a posar en la calle, y a decir verdad, yo lo hago con naturalidad y gracia, y hasta risas y aplausos levanto; Jaime se repite, yo parezco siempre salir con algo nuevo; a Ernesto no le gusta casi nadie, y a mí, por contra, me gusta casi todo el mundo; Lourdes colecciona sus expresiones como una entomóloga, y las utiliza como una muy pragmática estrategia para pertenecer; yo no pertenezco a nada y mis expresiones se llenan de vida con mi amor por el lenguaje y sus formas; si a Nina le doy pena es porque lo ha oído por ahí demasiadas veces, cuando la verdad es que mi gesto del dedo sobre la ceja, háganlo en casa la tiene encantada; Juan se escupe encima, con su gesto de tortuga, es algo molesto de ver; secundo a Lorena en la calle, imito a otros animales, en un buen día tengo a todos los niños entretenidos, adoran mi imitación del león, sí, el rey de la selva; las cenas de Pedro, también las de todos ellos, son una sucesión de naderías, las mías sin embargo dan felicidad y sustento; Elena sabe que doy mucho más de lo que pido, y siempre me pide más, y lo que quiere se lo doy; y Teresa se aburre tanto en su mundo de orden y normas que se le ilumina la cara cuando silbo bajo su ventana.