1977

En 1977,
el año del punk;
el año de la reinstauración de la pena de muerte en los Estados Unidos;
el de las primeras elecciones democráticas en España tras 42 años;
el año en que, víctima de un ataque cardiaco,
Elvis muere en su casa en Memphis, USA;
el año en que el Real Betis Balompié conquista contra el Bilbao
su primera copa del Rey;
el año de los primeros vuelos comerciales del Concorde,
3 horas cuarenta de Nueva York a París;
el año en que entra en vigor la Ley de amnistía en España;
el año del estreno de La Guerra de las Galaxias, la película, la primera;
el año en que mueren Charlot, Nabokov y Machín;
el año en que en Tenerife chocan dos aviones matando a 583 personas
en el peor accidente
de la historia de la aviación;

el año 1977
cuarto año de mi existencia,
mi madre
comete
suicidio,
se mata,
atenta contra su propia vida,
se anula a sí misma,
se da su propio fin,
se da muerte con su propia mano,
se extingue intencionadamente,
se aplica la pena de muerte,
se mata voluntariamente,
se autodá pasaporte,
acaba consigo misma,
se da a sí misma por acabada,
se deja ir,
se auto inmola,
se hace el haraquiri,
se quita de en medio,
pone
fin
a su vida

(he ahí un mal final, un muy mal final,
pero eso sí: del que ella misma fue la guionista,
un final de película de autor,
un final sin besos ni perdices ni una vida por delante,
un final drástico y auto infligido,
un final de autor, puto realismo desesperanzado:
sin besos, sin perdices y sin un segundo más
de vida por delante).

1977;
cuarto año de mi existencia,
el año de mi madre,
en el que el punk comete suicidio;
y el Real Betis Balompié atenta contra su propia vida;
y mi madre gana la primera copa del rey, contra el Bilbao;
el año en que el Concorde y Charlot se auto inmolan;
y mi madre no se declara la ley de amnistía;
el año en que La Guerra de las Galaxias se pone seria y atenta
de una vez por todas
contra sí misma;
el año en que mi madre reinstaura la pena capital,
la pena de muerte,
la pena máxima;
el año en que Elvis, en Memphis, USA, se practica el haraquiri;
y mi madre tras 42 años sin elecciones decide libremente
que ya estuvo bien,
que bai bai;
que esto fue todo.

(Un final sin gracia ninguna, un muy mal final,
por ella misma decidido, un final de un puto autor desesperanzado:
sin besos, perdices
y ni un segundo más por delante.)


¿Hasta dónde llegan las balas?

¿Hasta dónde llegan las balas?

Avanzamos en el cajón del camión, en silencio.
El frenazo
nos hace tocar con los brazos las espaldas de quienes nos rodean.
Podríamos caer como un montón de bolos,
pero no, aquí seguimos
de pie.

Abren la trampilla,
hay hombres armados.
Un hombre con sombrero nos mira desde el centro de la carretera.
Señala a uno de nosotros,
justo a mi derecha.
Le dice:
Salta, ven aquí. Salta y camina.
Hacia allá, cuenta cien pasos.
Todos, en silencio, contamos con él.
Noventa y ocho; noventa y nueve; y cien.
Se gira.

También el hombre del sombrero se gira,
¿hasta dónde llegan las balas?
pregunta.
Vuelve la vista hacia el hombre que espera en la distancia.
Bang bang.
Hasta allí llegan las balas.

Entonces, tú;
anda hacia allá y cuenta ciento cincuenta pasos.
¿Hasta allí llegarán las balas?
Contamos, claro que contamos, con él.
Veinticinco, cincuenta, setenta y cinco, cien,
ciento veinticinco, ciento cincuenta pasos.
Bang bang,
sí, en efecto, hasta allí llegan las balas.

Así que tú, tú mismo, ¿sabes contar?
Quedamos menos. Un muchacho asiente a mi lado y baja.
Muy bien, ven.
Camina hacia allá.
Cuenta doscientos pasos hacia el horizonte
y quédate quieto.
Bang bang,
hasta allí llegan las balas,
también hasta allí llegan las balas.

Venga, venga usted, el del fondo.
Veamos, camine hacia allá y cuente sus pasos.
Al llegar hasta doscientos cincuenta
gírese, por favor, y espere.
Bang bang, ahí van.
¿Hasta allí llegan las balas?
sí, hasta allí llegan las balas,
también hasta allí llegan las balas.

Y entonces me señala a mí.

Bajo del camión,
camino los trescientos pasos que me pide que camine.
Rodeo los cuerpos abandonados de mis compañeros,
a los cien, a los ciento cincuenta, a los doscientos,
y a los doscientos cincuenta pasos.
Pienso en salir corriendo,
pero es probable que hasta aquí lleguen sus balas.
Doscientos noventa y nueve, y me giro.
Veo en la distancia al tipo apuntando.
Bang bang,
veo, veo la bala que vuela hacia mí,
la veo dirigirse directa a mi frente.
Qué gran puntería tiene el hombre del sombrero.

La bala parece ralentizarse,
inicia un vuelo descendente,
como si estuviese cansada de tanto camino,
y cae a mis pies;
rendida e inerte sobre mis pies.
Todos me miran, yo los miro.
Justo hasta aquí,
justo hasta mí, aquí, llegan las balas.

Creo ver un gesto contrariado en la mirada del hombre,
carga de nuevo la pistola,
avanza unos pasos
-¿cuántos pasos, tres, cuatro?: cuatro, creo contar-,
y apunta de nuevo,
qué gran tirador, hacia mi frente.
Bang bang.
Retrocedo esos mismos cuatro pasos y miro la bala volar hacia mí,
miro la bala ralentizarse
y miro la bala exhausta caer a mis pies.

Veo al hombre del sombrero adelantarse de nuevo unos pasos,
procuro contarlos, retrocedo los mismos pasos,
veo caer la nueva bala, de nuevo,
a mis pies.

El hombre avanza, yo retrocedo.
Corre avanzando, corro retrocediendo.
Dibujos animados.
El camino es largo, el día joven,
sus cargadores son muchos y repletos,
él avanza, yo retrocedo.
Me digo hasta aquí,
sí, justo hasta aquí, llegan las balas.


Todos los vasos

Todos los vasos están ya llenos,
todos están ya muy cerca
del fin de la mesa, a punto de caer;
todos están llenos
y no podemos ya distinguir
si de agua o de veneno.
Todos están comunicados,
qué más da que sean veneno o agua.
Todos matan. Todos quitan la sed.


Sin embargo, a pesar de lo cual

De mi amigo Ulises imité el estilo y elección de las chaquetas; de mi abuela Emilia el sentimiento religioso y una lógica de bondad y entrega; de mi primo Diego copié un buen puñado de frases que coloco certero en cuanto puedo; de Jesús Pérez Orta robé la sonrisa torcida y un mirar interrogante; de Tomás copié su estupenda manera de posar parado, la barriga hacia fuera, contra los escaparates, en las calles del centro; de Jaime la mirada escrutadora, a la par que distante; el cuello alto, la barbilla recta; de Ernesto conservo una calma con algo de tensión, el movimiento claro, perfilado y un gesto lento de negación con la cabeza; de Lourdes aprendí a decir con seguridad cosas como "ni mijita" y otros dejes del hablar popular de mi tierra; de Nina retuve un movimiento del dedo anular sobre la ceja, de dentro hacia fuera, pruébenlo en casa; de Juan un gesto de tortuga, sacando el cuello desde la camisa y rotando con ojos de anfibio la cabeza; de Lorena adquirí los andares balanceados y la costumbre de andar por el centro de las calles; de Pedro el ritmo limpio y la retirada clara en mis intervenciones en las cenas, apareciendo lo justo y en los momentos adecuados; de Elena aprendí a pedir más de lo que me daban; de Teresa a reflexionar en orden y a no levantar el dedo en las reuniones.

Sin embargo,

mi amigo Ulises odia mis chaquetas, se ríe de ellas cuando me ve; mi abuela Emilia nunca consiguió entenderme y quizá fuese de las pocas abuelas que hayan verdaderamente detestado a su nieto; mi primo Diego, con todas sus frases brillantes, se hizo yonqui, yonqui e hipocondriaco, extraña combinación, y nada se sabe de él; Jesús Pérez Orta me mira sin verme porque yo soy una pérdida de tiempo; Tomás se oculta entre los maniquíes cuando me ve, porque además de pérdida de tiempo, soy un coñazo; Jaime, simplemente, no opina, y su mirada ni me roza; a Ernesto no le gusto; Lourdes me considera un falso, vacío y triste copión; Nina añade a esta lista el dar pena, de evidente y vacuo que le parezco; Juan me escupe; Lorena me señala entre risotadas en la calle, imitando los gestos de un mono: imítame, imítame, dice; Pedro no me quiere en sus cenas, nadie, en verdad, me quiere en sus cenas; Elena me llama a ratos gorrón, a ratos ladrón; Teresa me odia a distancia.

A pesar de lo cual

he desarrollado un talento especial para la elección de chaquetas, me quedan de miedo, y la verdad, es que a Ulises, no; mi abuela Emilia estaba enferma de susto y religión y su bondad era eso, miedo, ella no me entendió a mí, yo a ella, sí; mi primo Diego era estupendo y sus frases tan buenas que merece la pena repetirlas, y así lo hago, con homenaje y reverencia; Jesús Pérez Orta es un hombre engreído, y a diferencia de mí, nunca prestó atención a nadie; Tomás está harto y asqueado de pararse a posar en la calle, y a decir verdad, yo lo hago con naturalidad y gracia, y hasta risas y aplausos levanto; Jaime se repite, yo parezco siempre salir con algo nuevo; a Ernesto no le gusta casi nadie, y a mí, por contra, me gusta casi todo el mundo; Lourdes colecciona sus expresiones como una entomóloga, y las utiliza como una muy pragmática estrategia para pertenecer; yo no pertenezco a nada y mis expresiones se llenan de vida con mi amor por el lenguaje y sus formas; si a Nina le doy pena es porque lo ha oído por ahí demasiadas veces, cuando la verdad es que mi gesto del dedo sobre la ceja, háganlo en casa la tiene encantada; Juan se escupe encima, con su gesto de tortuga, es algo molesto de ver; secundo a Lorena en la calle, imito a otros animales, en un buen día tengo a todos los niños entretenidos, adoran mi imitación del león, sí, el rey de la selva; las cenas de Pedro, también las de todos ellos, son una sucesión de naderías, las mías sin embargo dan felicidad y sustento; Elena sabe que doy mucho más de lo que pido, y siempre me pide más, y lo que quiere se lo doy; y Teresa se aburre tanto en su mundo de orden y normas que se le ilumina la cara cuando silbo bajo su ventana.


La muerte pintada en la cara #1

No tiene la muerte pintada en la cara
pero se toma 150 antidepresivos y otros 50 somníferos,
a pesar de lo cual
y quizá porque no tiene la muerte pintada en la cara,
no se muere,

entonces se arrastra hasta alcanzar las bufandas
y se cuelga de una viga con una de ellas,
a pesar de lo cual
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara,
cae con todo su peso
y no se muere,

de allí se arrastra hasta el cajón donde se guardan las pistolas,
elige de entre todas las balas
la que habrá de abrir la puerta al final de sus días
y se dispara sin pensarlo más en la sien,
a pesar de lo cual
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara,
no muere,

y se arrastra hasta el horno de gas,
lo abre, lo abre a tope y mete dentro la cabeza,
espera y espera,
a pesar de lo cual
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara
pues sencillamente no muere,

y de allí se arrastra hasta el garaje
donde coloca una manguera en el tubo del coche de sus esposa
y se sienta en el coche cerrado
a esperar
al fin, el fin,
a pesar de lo cual
y quizás porque no tiene la muerte pintada en la cara,
no muere,
no, no se muere,

así que se arrastra hasta el balcón
desde donde tan bella vista se vislumbra
y se pone en pie
y se arroja al vacío contra el duro suelo
muchos más metros abajo,
a pesar de lo cual
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara,
no se muere,

por lo que sube a casa en ascensor
y rápido y determinado va a la cocina
donde escoge el más afilado de los cuchillos
y sin dilación
se lo clava en el estómago,
invitando a sus propias tripas a desalojar su cuerpo
con un certero movimiento en forma de siete,
un desgarro completo,
un trabajo de carnicero fino
por el que sin embargo,
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara,
no se muere,

por lo que se arroja hacia la calle,
pregunta tienda por tienda
hasta comprar un paquete de mata ratas
y allí mismo lo ingiere entero, una por una,
cada una de esas bolitas azules,
a las que añade arsénico,
arsénico que también,
en el mismo establecimiento,
adquiere,
a pesar de lo cual,
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara,
no se muere,

así que se arrastra hasta las afueras de la ciudad
en busca de la vía del tren,
una vez hallada esta,
coloca la cabeza sobre el frío metal y espera pacientemente
hasta escuchar el sonido de los indios
acercándose,
pasa el tren, pasa el tren con sus quince vagones
sobre su cabeza apoyada en el frío metal
a pesar de lo cual,
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara,
no se muere,

por lo que vuelve a casa a tomar una ducha
y aprovecha para abrirse las venas,
paralelamente a las susodichas,
como recomiendan los que de esto saben
y no con el torpe y usual corte perpendicular,
y, por si acaso,
añade un radiocasete, un radiador y un secador de pelo
que, todos encendidos y funcionando a tope,
arroja al agua donde se baña,
a pesar de lo cual
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara,
no se muere

por lo que busca por el suelo del colegio próximo
una jeringuilla libre con la que se inyecta
20 centilitros de aire en alguna de las venas aun disponibles,
aire que se abre paso con ímpetu
entre la sangre cansada hasta el corazón,
donde atraviesa en solitario la meta,
a pesar de lo cual
y quizá por no tener la muerte pintada en la cara
no se muere.

No, no se muere.
A pesar de todo no, no se muere.


Cerdo

(Transcripción literal de las palabras grabadas de Antonio Benítez Mora, en Linares de la Sierra, Huelva; en marzo de 2010.)

Bueno, pues eran tres y se fueron en búsqueda de un cerdo por ahí por los campos; que saben dónde los hay; y no buscan cualquiera, buscan uno pequeño, así, mono, pequeñito y rosadito, ¿no?. Y llevan pintura, negra, pintura buena, que no se va, vaya… y unas cartulinas así cortadas. Y bueno, pues van y lo cogen, entre dos, estos saben sujetar al animal sin más líos, claro, porque si no, la que se monta; y entonces esos dos pues lo cogen de un lado y del otro, y así con cuidado que no se mueva, ¿no?; y el tercero va con la pistola de pintura y coloca las cartulinas así, paralelas y hace un rectángulo fino y alargado y las sujeta y pinta, pasa varias veces la pistola y termina y retira las cartulinas, y ahí queda, perfectamente dibujada sobre la espalda del animal, la ranura de una hucha.


Soria

(Obra de teatro,
dos actores: ROSA y DIRECTOR)

DIRECTOR.- Aquí os traigo datos fresquitos de la OMS:
Organización Mundial del Suicidio;
de la que el director de esta obra, yo mismo,
en tanto experto en técnicas del suicidio teatral,
formo parte:
ROSA.- (lee) "En el mundo se suicidan cada día 2700 personas
y lo intentan 54000".
DIRECTOR.- 51300 personas
llevan a cabo suicidios fallidos,
cada día,
¿cuántos de ellos son puro teatro?
¿A cuántos de ellos
podría asesorar un director teatral,
como yo, especialista en suicidios teatrales?
ROSA.- A ninguno, querido director mío,
ni uno sólo de ellos es un acto teatral.
He ahí un rabioso acto de vida.
He ahí un acto solitario, desesperado,
nadie quiere asesoramiento técnico,
y quizá todos necesitan amor y atención.
DIRECTOR.- ¿Un teléfono de la esperanza?
ROSA.- Un teléfono de la desesperanza.

DIRECTOR.- Si son 54000 al día los que lo intentan,
¿cuántos más, cuántos otros,
sin llegar a intentarlo,
lo rodean, lo paladean, lo tientan, no se lo quitan de la cabeza?
¿Cuántos, Rosa?
Rosa se abre de brazos, exageradamente,
en gesto de desconocimiento, mientras niega con la cabeza.
ROSA.- Quizá sean de esos
de los que dejan para mañana
lo que pudieron hacer hoy;
los que hoy no,
pero mañana, pasado mañana,
un día de estos,
el terrible día del anti-cumpleaños,
formarán parte de la cifra de los 54.000,
hasta cumplir y llegar
a la media diaria
que la OMS anuncia
y espera.

DIRECTOR.- Rosa, cómo he de decirlo.
Déjame que te cuente, de esto me acuerdo:
en una ocasión se enfrentaban
en un partido de copa del rey
el Numancia de Soria contra el FC Barcelona.
El comentarista dijo que en el Camp Nou
cabía la totalidad de la provincia de Soria.
ROSA.- Es rigurosamente cierto, lo he comprobado:
Soria: 95.223 habitantes.
Camp Nou; 99.354 espectadores.
DIRECTOR.- Bien, cómo he de decirlo;
la ciudad de Soria se suicida, entera,
cada dos días.
Lo intenta, al menos.
Pero lo intenta en serio.
O quizá teatralmente.
Mira a Rosa, esperando su reacción,
ella niega, molesta, con la cabeza.
ROSA.- ¿Teatralmente?
Ninguno, querido director mío.
Ni uno sólo de ellos es un acto teatral.
El director se une a las palabras de Rosa,
las declaman al unísono:
ROSA y DIRECTOR.- He ahí un rabioso acto de vida.
He ahí un acto solitario, desesperado,
nadie quiere asesoramiento técnico,
y quizá todos necesitan amor y atención.

DIRECTOR.- Dije quizá, o quizá no dije nada.
Déjame que vuelva a mis sorianos suicidas.
La mitad de la provincia de Soria:
fuera, out, vacía, cada día.
Un rosario de muertos.
Recojan a los cadáveres,
recojan a sus cadáveres.
Cada dos días no queda nadie.

Es de suponer
que el suicidio sería la gran industria local,
sogas, pistolas, barbitúricos,
qué frenesí de adquisiciones.
Necesitarán asistentes, directores de escena…
Nuevo cruce de miradas con Rosa,
que se lleva las manos a la cabeza.

DIRECTOR.- Bien, cada dos días se suicida,
o lo intenta, la provincia entera de Soria,
o el aforo completo del Camp Nou de Barcelona,
a elegir.
¿De cuántas provincias de Soria
o estadios del FC Barcelona disponemos
antes
de la (auto) aniquilación definitiva?
ROSA.- ¿Quieres que haga las cuentas,
en serio, querido director, quieres que haga las cuentas?
DIRECTOR.- No.
El mundo entero se está suicidando.
Y no hablo del calentamiento global,
la barbarie destructiva del supuesto progreso,
o del fin del petróleo;
no hablo de ese suicidio,
que suicidio es, al fin y al cabo.

Hablo de la acción directa,
del terrible acto,
de la mano de cada soriano
alzándose contra el cuello de cada mismo soriano.

Golpe a golpe
soriano a soriano,
el mundo entero
se está suicidando.

Avanza en silencio.

DIRECTOR.- Estaré al otro lado
del teléfono de la desesperanza
y escucharé
¿cuántas llamadas, cada día, cuántas llamadas, Rosa?
Rosa repite su gesto
de desconocimiento e incapacidad
ante lo inabarcable.
Y les diré, ¿qué les diré?

Rosa empieza, el director se une a continuación:
ROSA y DIRECTOR.- Les dirás
que ni uno sólo de ellos es un actor teatral.
Y que el suyo no es un acto teatral.
Que es un rabioso acto de vida.
He ahí un acto solitario, desesperado.
Y que la rabia es hermosa, y la desesperación es hermosa.
Les dirás,
por ejemplo, que su rabia y su desesperación
no están muy lejos de su amor y de su atención,
y ese amor y esa atención que dan
pronto les vendrán de vuelta.

DIRECTOR.- Les diré las palabras necesarias,
las medias mentiras, las medias verdades
del teléfono de la desesperanza;
y no les he de decir,
sin embargo,
que los vomitorios vomitan sorianos
que acuden al Camp Nou
como nuestras vidas van hacia la muerte,
como los ríos van hacia la mar.

Eso era un río, ahora esto es el mar.
Esto es el mar, y esto es el Camp Nou,
el teatro de los sueños, y aquí,
César, los sorianos que van a morir,
te saludan.


La muerte pintada en la cara #2

Tengo la muerte pintada en la cara.
Tengo la muerte pintada en la frente.
Tengo la muerte pintada en la polla.
Tengo la muerte pintada en los tuétanos.
Tengo la muerte pintada en las sienes.
Tengo la muerte pintada en un ex libris que sella corriendo y al vuelo,
atrapando cada uno
de los míseros pensamientos que aún se me escapan de la mollera.

Tengo la muerte escrita
en negrita,
en cursiva,
subrayada,
y en MAYÚSCULAS,
en mi secuencia de ADN.

La tengo descrita sin margen de error
en mi mustio árbol genealógico,
que no tapa el bosque
porque no es árbol ni es arbusto,
sino planta abandonada en maceta de plástico barata,
en balcón de persiana bajada
de piso vacío de barriada chunga;
olvidada por el agua
y achicharrada por el sol más cruel e indiferente;
alimentada con tierra mantillo de tienda china de los veinte duros,
ahora reseca y sin memoria de nutrientes,
y tapada entera por colillas muertas
fumadas con avaricia
por idiotas desalmados que nos dejaron
allí, así clavado,
su recuerdo.

Eso es mi árbol genealógico,
mi pequeño arbolito
tan desgraciado y tan mío;
así que hago lo único que puedo hacer:
calcular las distancias, medir los esfuerzos,
tomar aire y determinación,
y, a la de tres, comenzar a escalar.

Subir con seguridad de hombre araña
la fachada chunga de barriada pobre,
tostado mi cuerpo al sol,
cayendo las gotas de mi frente pintada de muerte
al suelo cada vez más alejado,
donde gentes vestidas de chándal
apuestan divertidas sobre mi ruina.

Subir con seguridad de infra hombre,
triste aprendiz de araña,
al rescate de esa estúpida planta,
mi pequeño arbolito
tan desgraciado y tan mío.

Porque NO tengo la muerte pintada en la cara.
Porque NO tengo la muerte pintada en la frente.
Porque NO tengo la muerte pintada en un ex libris
que sella corriendo y al vuelo,
atrapando cada uno
de los míseros pensamientos que aún se me escapan de la mollera.

Lo que yo tengo es mucho cansancio
y mucha mala leche,
hechas una mueca mentirosa
sobre mi cara verdadera,
y mira,
ahora tengo también este arbolito,
tan desgraciado y tan mío,
y aquí lo traigo,
apretado bajo el brazo.


Matamoscas

acaban de anunciarlo oficialmente:
las moscas son ángeles
y los ángeles son moscas.

100 generaciones matando ángeles
a capirotazos
y lo acaban de anunciar:
son ellas los ángeles,
los enviados de dios,
trayendo la buena nueva
junto a las vacas,
tras el azúcar,
contra las ventanas,
o pegadas en rulos de pegamento hasta la muerte.

discutamos el sexo de las moscas,
escuchemos los zumbidos de los ángeles.
escuchemos trompetas celestiales,
discutamos miel, azúcar, y mierda.

si hubieran podido hablar
nos lo hubieran dicho a gritos:
somos nosotras los ángeles
no esos ridículos impostores mofletudos de los cuadros,
somos nosotras las de las flechas y el amor,
nosotras, posadas en los labios de los niños hambrientos,
somos los angelitos a los que tanto adoráis.
nosotras, blancas, impolutas y celestiales
somos exterminadas espachurradas aniquiladas
con vuestra pericia nacional en el uso del matamoscas
en las aburridas siestas de los veranos infinitos de España.

somos nosotras los ángeles,
los enviados,
lo acaban de anunciar oficialmente
y lleváis 100 generaciones
matándonos a capirotazos.

las moscas dicen que son ángeles,
que el paraíso es oscuro y pegajoso y eterno
como una tarde de verano llena de zumbidos.

los pintores se equivocaban:
las moscas son ángeles
y los ángeles son moscas,
acaban de anunciarlo,
y ya es oficial.


Historia de Matilde y su madre sabia

Historia de Matilde y su madre sabia.

He aquí que traigo
la historia terrible
de la triste niña Matilde,
pero también
las sabias palabras
que desesperada
su madre, al fin, un día
a su hija dedicara.

Matilde quería conservarse,
no dejar nada perdido,
ir entera hasta la muerte
y llevar todo consigo.

Todo, todo, lo guardaba
y al final de cada año,
vestida de rey mago,
a sí misma se regalaba
una colección de cofres
con regalos bien atroces:
uno lleno de pelos caídos,
otro con cera de oídos,
y toda suerte de fluidos;
uno con células muertas,
otro, en fin, lleno de mierda.

Su madre preocupada
cada poco preguntaba,
¿tanto te quieres, vida mía?
tanto, mamá, le respondía,
recogiendo las lágrimas
que por las mejillas le caían.

Todo, todo, lo guardaba
y vestida de rey mago,
a sí misma se regalaba,
al final de cada año,
una colección de cofres
con regalos bien atroces.

Su madre preocupada
cada poco preguntaba,
¿tanto te quieres, vida mía?
tanto, mamá, le respondía,
mirando con avaricia
las uñas nuevas que crecían.

Hasta aquí hemos llegado
me parece ya demasiado:
qué tremenda tontería,
le dijo su mamá un día,
si de veras quieres durar
algo tendrás que dejar:
empieza a escribir novelas
o ve y descubre un planeta
y allí en la oscura noche,
llámalo con tu nombre:
Matilde Rodríguez Ponte
brillando en el horizonte.

Si de veras quieres durar
algo tendrás que dejar.

Y también tú,
tú, que me escuchas,
si de esta canción
quisieras sacar lección,
la cosa no tiene más:
olvídate de conservar
y hazle caso a la mamá
que este consejo te da:
si la vida es un suspiro
haz que sea divertido
que la pena ha merecido
haberos a todos conocido;

la cosa no tiene más
olvídate de conservar
y hazle caso a tu mamá:
si la vida es un segundo,
un momento que interrumpo,
pues que sea bien fecundo
y más hermoso haga el mundo.

Nada me vine a llevar
todo lo vine a dar.